Nunca lo he reconocido, pero hace años que recojo papeles del suelo. Cuando voy por la calle y encuentro un papel que parece tener algo escrito, necesito recogerlo para averiguar su mensaje. No puedo evitarlo, me pongo muy nerviosa si lo dejo en el suelo. Me relaja analizar las palabras y darles un significado especial. Los papeles de rescate, los que considero más efectivos para aliviar la ansiedad, me los llevo a casa y los guardo en un sobre amarillo. Conservo con el mismo cariño pedazos de hojas de libros, entradas caducadas y listas de la compra extraviadas. Es difícil predecir cómo será mi próxima crisis y si algún mensaje conseguirá relajarme. Cualquiera pensaría que soy coleccionista, que tengo una afición o, como mucho, una manía. Pero yo me considero una esclava de las palabras. Intento pasar desapercibida, me esfuerzo por no llamar la atención y, aun así, me siento ridícula cuando salgo a la calle. Hago y deshago varias veces el mismo camino hasta que encuentro el momento adecuado para recoger los papeles sin que nadie me vea. Se me ocurren pretextos absurdos para convencerme de que no tengo otra opción, y después me siento culpable; como si hubiera elegido hacer cosas que parecen de otro planeta. Supongo que nadie necesita lo mismo que yo: ordenar las palabras que están destinadas a acabar en un vertedero. Me gustaría ser capaz de explicarlo, aunque soy consciente de que es difícil comprender lo que hago. La verdad es que no disfruto con esto. Hace tiempo que no disfruto de nada. Por eso he decidido cambiarlo.
Me han dicho tantas veces lo ordenada que soy. Y me he sentido tan orgullosa de serlo. En mi entorno jamás me impusieron un orden rígido de las cosas; crecí bajo un modelo familiar y educativo
indulgente. Pero siempre me ha costado valorarme, desde que era una niña. Recuerdo mi lucha continua por demostrar que merecía el amor y el respeto, como si tuviera que ofrecer algo a cambio.
Aprovechaba cualquier ocasión para exponer mis virtudes, a pesar de que ninguna me parecía admirable. No sé por qué se me quedó tan grabado el elogio de un orden que acabaría siendo enfermizo. Me
pregunto cómo sería mi vida si le hubiera dado la misma importancia a otro tipo de elogios. Aprendí que siendo ordenada podía ganarme el reconocimiento de las personas queridas; no era consciente
de que el amor de mi familia no estaba sujeto a ningún requisito. Al principio disfrutaba ordenando mi cuarto, era como montar un puzle gigante en el que las piezas podían encajar como yo
deseara. Me gustaba cambiar las cosas de sitio y cuidar de los pequeños detalles. Algunas veces me sentía frustrada porque tenía la impresión de que debía hacerlo mejor. Necesitaba probar todas
las combinaciones posibles para asegurarme de que la distribución elegida era la más apropiada. Pero después imaginaba la cara que pondría mi madre al ver lo bonito que había quedado mi cuarto y
asumía que el esfuerzo valía la pena. Era un juego en el que siempre ganaba, y en el que no concebía rendirme. La recompensa era sentirme querida. Más adelante entendí que el amor no era un juego
y, de serlo, no había ganado ninguna partida.
Hay momentos en la vida para los que nadie parece estar preparado. Yo no estaba preparada para formar parte de un mundo en el que se juzgaba y se clasificaba a la gente. Antes de cumplir los
quince años ya me inquietaba salir a la calle. Para mí era un sacrificio seguir las rutinas de una adolescente corriente. Me sentía diferente a las personas de mi edad, no pertenecía a ningún
grupo de amigos y no encajaba en el instituto. Siempre que era posible, evitaba rodearme de gente; me provocaba un malestar con el que no sabía lidiar. Nunca terminé de acostumbrarme al rechazo.
Me encerraba en mi cuarto para sentirme a salvo de las amenazas externas y conseguía evadirme leyendo; imaginaba que vivía otras vidas que me satisfacían mucho más que la mía. Necesitaba tener la
esperanza de que algo podía cambiar, pero no sabía qué era. Ni siquiera me daba cuenta de que estaba en mis manos. Me adentré en un laberinto de fantasías y sombras porque fui incapaz de
enfrentarme a lo que se esperaba de mí. Solo me sentía valiosa transformando mi cuarto en un templo del orden. Establecía una distribución milimétrica de los muebles y los objetos; comprobaba una
y otra vez que todo seguía en su sitio, y me irritaba descubrir que alguien había estado tocando mis cosas. La búsqueda del orden perfecto y la necesidad de control me hicieron perder la noción
de la realidad y del tiempo. Lo hice tan bien como pude, aunque solo sirvió para terminar de echar a perder la única motivación que tenía. Mis padres no comprendieron lo que me estaba pasando, y
yo no encontré la manera de comunicarme con ellos. Ya no bastaba con montar un puzle gigante para sentirme querida.
El encierro patológico se volvió insostenible cuando me instalé en mi propia casa. A pesar de la ilusión que sentía por iniciar una nueva etapa, mis temores no dejaron de crecer. Calculé todas
las fuerzas que había empleado en mantenerme al margen del mundo y supe que no serían en balde. Había dado un paso importante, pero mi inseguridad seguía siendo tan grande que desconfiaba de una
vida mejor. Empecé a trazar listas mentales antes de meterme en la cama; intentaba organizar las tareas de la vida diaria para que todo saliera según lo previsto. Por las noches no descansaba
porque tenía temblores, escalofríos y pesadillas; algunas veces me despertaba gritando. Cada mañana repasaba las listas hasta que sentía una punzada en el pecho y me quedaba sin aire. Sabía que
me estaba haciendo daño a mí misma y, aun así, no podía parar. Dedicaba más tiempo a planificar y revisar las tareas que a hacerlas, y eso me provocaba una mezcla de rabia y tristeza. Sin
embargo, estaba acostumbrada a sentirme de esa manera. Me daba por satisfecha si cumplía con los objetivos marcados. Solo reconocía que tenía un problema cuando los mareos y las náuseas me
dejaban indispuesta y necesitaba acostarme. Entonces volvía a sentirme muy adentro de aquel laberinto de fantasías y sombras. Me preguntaba hasta dónde era capaz de llegar y era desolador
comprobar que mi único deseo era levantarme de la cama para seguir haciendo lo mismo: montar un puzle obsesivo en el que no encajaban las piezas.
Hoy he salido a la calle después de pasar dos semanas aislada en mi casa. Apenas podía moverme, la cabeza me daba vueltas y me sentía confusa. La luz me resultaba molesta y, aunque no podía
dormir, mantenía los ojos cerrados para evitar los destellos. Cualquier sonido me sobresaltaba como si fuera una alarma estridente pegada a la oreja. No solo era incapaz de concentrarme, la
sensación de irrealidad me impedía razonar sobre lo que sucedía en mi cuerpo. Ya no temía perder el control; era evidente que lo había perdido. Mi verdadero temor era que me matara la angustia.
Los pensamientos y las imágenes recurrentes se reproducían en mi mente como una película rayada que estaba acelerada y llena de anuncios. Luchaba contra un estado de alerta continuo para el que
no encontraba razones presentes; pero sabía que yo misma, mi historia, era la trama que no lograba seguir. Deseaba con todas mis fuerzas ordenar las ideas o librarme de ellas. Necesitaba
desconectar mi conciencia un instante o rendirme. Porque si aquello era la locura y no tenía retorno, sin duda alguna, prefería morir.
No sé por qué he permitido que esto llegara tan lejos. Jamás podré recuperar el tiempo perdido. Sé que volverá a sucederme, y todo lo que hago es intentar olvidarlo cuando consigo superar una
crisis. El tiempo pasa tan deprisa; y yo, cada vez, me siento más agotada. Tengo la impresión de que hay un muro de piedras delante de mí que me impide ser libre. Voy apartando las piedras, me
esfuerzo por abrir un camino, pero no puedo echar el muro abajo yo sola. Esta mañana, cuando he salido a la calle, he visto que había un papel en el suelo. Por un momento he pensado que debía
ignorarlo; después he recordado los juegos infantiles en los que no concebía rendirme y he comprobado que nadie me estaba mirando. He recogido el papel y su mensaje me ha sorprendido; no he
tenido que darle un significado especial para que fuera efectivo. «Cuando hablas, algo cambia». Me lo he llevado a casa, pero no lo he guardado en el sobre amarillo. Ya sé hasta dónde soy capaz
de llegar. No quiero morir. Necesito ayuda. Ahora entiendo por qué mi vida no encaja. A mi puzle le falta una pieza.
* Colaboración en el n.º 9 de la revista Sueños de Papel
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