Hacía diez años que no sabía nada de ella, pero reconoció al instante su voz; melodiosa, rasgada y profunda. Casilda le habló como si nunca hubieran perdido el contacto, apenas se entretuvo con formalidades, aunque empezó disculpándose por lo que iba a pedirle. Le explicó el motivo de su llamada, sin demasiados detalles, y le confesó que necesitaba verlo. Elio balbuceó un montón de preguntas, ni siquiera podía creer que lo hubiera llamado, pero Casilda no iba a perder más tiempo dándole explicaciones. Antes de colgar el teléfono, le dictó una dirección y se despidió con un tono que no pretendía ser elocuente: «Lo entenderé si no vienes». Aturdido por las razones y la concisión de Casilda, Elio buscó una hoja en la mesa de su despacho y, aunque apenas lograba enlazar las letras, anotó la dirección con la mejor caligrafía que pudo. Después, cuando le contó a su mujer quién era Casilda y la conversación que había mantenido con ella, Paz insistió en que se olvidara de aquel asunto; no le correspondía satisfacer los deseos de aquella mujer. Sin embargo, él se pasó la noche pensando que la voz de Casilda volvería a darle un vuelco a su vida.
Al día siguiente, mientras Paz trabajaba y Alex pintaba en el salón, Elio supo que se sentiría demasiado culpable si no lo hacía, y decidió marcharse a Granada esa misma mañana. Revisó uno a uno todos los papeles que tenía sobre la mesa del despacho, pero no encontró la hoja donde había anotado la dirección de Casilda. Comprobó que en el despacho no estaba. Buscó en los bolsillos de la ropa que llevaba el día anterior y entonces recordó que ya se había puesto el pijama cuando Casilda llamó. Rebuscó en los dormitorios y en la sala de juegos, y examinó cada rincón del salón, fingiendo que escuchaba lo que le decía su hijo. En el baño no se entretuvo mucho, pero al llegar a la cocina, desesperado, terminó vaciando el cubo de la basura en el suelo; se aseguró de que nadie la había tirado. Era imposible que se hubiera esfumado, pero Casilda no podía permitirse que él perdiera más tiempo buscando la hoja. La llamó repetidamente y no respondió. Tuvo un pálpito. Por un momento creyó que todo había acabado. Volvió al salón, derrotado; no podía dejar de pensar que era el último deseo de una mujer moribunda y él ni siquiera había sido capaz de decirle que anhelaba encontrarse con ella. Pero entonces, su hijo, dándole una hoja, le dijo: «Papá, mira lo que he pintado, te lo regalo». Y Elio contempló dos mariposas azules sobre la dirección de su profesora de canto.
* Finalista en el XVI Concurso de Relatos para Leer en Tres Minutos «Luis del Val» de Ayuntamiento de Sallent
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